martes, 26 de abril de 2011

Oíd, hijos, la enseñanza de un padre!!!

“Oíd, hijos, la enseñanza de un padre, y estad atentos, para que conozcáis cordura”
(Pro_4:1).

En los primeros cuatro versículos de Proverbios 4, Salomón describe cómo el buen consejo puede y debe ser transmitido de una generación a otra. Nos dice cómo su padre lo había instruido, y luego se dirige a su hijo recomendándole encarecidamente que ponga toda su atención a la buena enseñanza y la sana instrucción.
Es del todo aconsejable que los jóvenes estén siempre dispuestos a aprender de sus padres tanto como puedan acerca de los asuntos prácticos de la vida. En la esfera espiritual todo joven cristiano debería tener también un consejero espiritual, alguien de toda su confianza con quien pueda hablar con franqueza y libertad de cualquier tema, y que comparta con él la riqueza de su experiencia. Cuánto mejor si es el mismo padre quien lleva a cabo este papel. Pero si no, debe buscar a una persona así.

Los creyentes maduros y consagrados han acumulado una vasta cantidad de conocimientos prácticos. Sin duda han experimentado derrotas, pero han sacado de ellas lecciones valiosas y han aprendido como evitarlas la siguiente vez. Los cristianos más mayores pueden ver aspectos de un problema que los jóvenes podrían pasar por alto; han aprendido a ser equilibrados y a evitar extremos irrazonables.

Un joven sabio, como lo fue Timoteo, cultivará la amistad y el amor de un Pablo, tratando de recurrir a su sabiduría y conocimiento. Se guardará de muchas humillaciones y de cometer muchos errores si consulta a quien ha pasado por experiencias similares a las suyas. En vez de tratar a los ancianos con desprecio, honrará a los que han sabido pelear la batalla y han mantenido un buen testimonio. 

Por lo general, los santos de más edad no presionan a los jóvenes. Saben que ningún consejo es tan inoportuno como aquel que no es solicitado. Pero, cuando se les pregunta, siempre están dispuestos a compartir sus pensamientos penetrantes que serán de gran ayuda a lo largo del camino.

De modo que si un joven mantiene una dura lucha con la lascivia, o desea saber cómo encontrar la dirección de Dios, o quiere saber cómo criar una familia en el Señor, si se pregunta si Dios lo está llamando al campo de misión, si necesita ayuda para manejar sus finanzas, o desea una vida de oración más efectiva, sería sabio buscar la ayuda de un guía espiritual que pueda llevarlo a la luz de la Escritura para que lo alumbre en su problema particular. Bajo las canas hay a menudo un cúmulo de sabiduría que puede ser aprovechada. ¿Por qué aprender del modo más difícil cuando puedes beneficiarte de la visión y las experiencias de los demás?

lunes, 25 de abril de 2011

Solo un Soplo de Viento

Era un acto artístico impresionante. Siempre electrizaba al público porque recordaba la célebre hazaña de Guillermo Tell, el histórico arquero suizo. Lo realizaba Kurt Borer, suizo también, con su hijo Roger, de ocho años de edad.
 
En una feria de Basilea, Suiza, Kurt colocó a su hijo contra el tronco de un árbol. Luego puso la manzana sobre su cabeza y disparó la flecha tal como lo había hecho cientos de veces. Pero un repentino soplo de viento cambió el curso de la flecha, y ésta se clavó en la frente de su hijo.

No fue más que un soplo de viento. Un soplo repentino que fatalmente se levantó justo en el momento en que la flecha iba en vuelo. Y fue suficiente para provocar la tragedia. La policía suiza, que no tomó ninguna medida contra el padre, calificó el suceso «un trágico accidente».

Así suele ocurrir en la vida. Una causa muy pequeña puede provocar grandes efectos, tanto para bien como para mal. Algunos le llaman a esto «destino», y otros «suerte»; algunos lo atribuyen a su horóscopo, y otros aun a la «Divina Providencia».

Todas estas asignaciones son más o menos aceptables. El ser humano vive en un mundo de fuerzas ciegas, y los sucesos de la vida se entrelazan de tal manera que algo que ocurre en Francia puede repercutir en Chile. La decisión de un fanático tomada en la soledad de la noche puede provocar una guerra civil, y el curso de una flecha, en un espectáculo, puede ser alterado por un viento imprevisto.

¿Cómo hacer para vivir en calma en un mundo tan incierto y en medio de una humanidad donde tantas fuerzas violentas corren desbocadas? Aquí es donde aparece la fe en Cristo, Salvador, Pastor y Guardador.

El salmista de antaño, David, aprendió de esta fe en Dios, y vertió sus sentimientos en el Salmo 91. He aquí algunos de sus versos:

El que habita al abrigo del Altísimo
se acoge a la sombra del Todopoderoso.
Sólo él puede librarte de las trampas del cazador
y de mortíferas plagas...
No temerás el terror de la noche,
ni la flecha que vuela de día...

La fe en Cristo suaviza el dolor del infortunio: fe en su persona, fe en sus promesas, fe en el destino que nos ha trazado. Los que nos sometemos al señorío de Cristo sabemos que todo en nuestra vida ocurre según su divina voluntad. Y aunque no siempre comprendamos el porqué de los sucesos, sabemos que Él nunca se equivoca. Entreguémonos a Cristo. En Él siempre estaremos seguros.



Dios, te bendiga

viernes, 8 de abril de 2011

ME GUSTA CORRER RIESGOS

Helena y su esposo Manuel comenzaron felices su luna de miel. Se fueron a la costa de su país, Portugal. Para Helena, todo era el cumplimiento de una ilusión, la feliz conclusión de todo lo que deseaba. En medio de tal felicidad, Helena y Manuel entraron al mar a bucear.
 
Helena vio pasar un buque, y nadó debajo del agua hasta casi rozar el casco. Manuel le indicó por señas que se apartara del buque, pero la frase de ella siempre había sido: «Me gusta correr riesgos.» Acto seguido, Helena se hundió bajo la quilla del barco y nunca la hallaron. Tenía veinticinco años de edad.



Su noviazgo con Manuel había sido a la carrera. Y su explicación simplemente era: «Me gusta correr riesgos.» Se casó a los dos meses de haber conocido a Manuel. Al defender su impetuosidad, sólo decía: «Me gusta correr riesgos.» Así llevaba Helena su vida. Todo para ella era riesgos. Tarde o temprano tenía que ocurrirle alguna tragedia.
 
Es inevitable correr riesgos en esta vida. Algunos hasta sirven para el desarrollo del carácter y de la fe. Nunca arriesgar nada es nunca lograr nada. Pero hay una gran diferencia entre un riesgo y otro. Hay riesgos sanos, así como los hay inútiles. La vida sabia y saludable no está compuesta de azares, de accidentes, de pálpitos y de riesgos. A la vida sabia la rigen la inteligencia, la cordura y la sensatez.
 
Al mundo mismo lo gobiernan leyes lógicas, sabias y prudentes. Dios, Creador supremo, lo hizo todo con inteligencia, y lo supeditó a ciertas leyes. Desde las partículas atómicas más diminutas hasta el gran cosmos universal que no tiene límite, todo está gobernado por leyes definidas.
 
De igual forma, Dios no diseñó la vida nuestra para que cada día corramos riesgos. Virtudes morales, como la justicia y la integridad, mezcladas con cualidades mentales, como el entendimiento y la razón, deben ser las que nos guíen a través de esta vida. Y si a la sabiduría y a la moralidad añadimos virtudes espirituales, eso garantiza nuestra supervivencia.
 
Tal vez la mayor de éstas sea la fe. Cuando ejercitamos la fe —fe en el Señor Jesucristo, fe que nos une a nuestro Creador y nos hace actuar de acuerdo con sus leyes divinas—, nos produce protección, satisfacción y sosiego. No vivamos como esclavos a los riesgos. Sometámonos más bien a la voluntad de Dios. Con Él no hay riesgos sino seguridad. Entreguémonos al señorío de Cristo.

Dios, te bendiga