martes, 5 de enero de 2010

Instrucciones del maestro

Era el primer salto en paracaídas. Los ocho jóvenes australianos, todos ellos aprendices de paracaidismo, estaban entusiasmados. El avión que los llevaba volaba a mil quinientos metros de altura, y uno por uno los jóvenes fueron saltando. Todos habían estudiado con esmero. Pero a Alan Bannerman, de la ciudad de Sydney, no le fue bien. Su paracaídas se desplegó antes de tiempo y se enredó en la cola del avión. El joven quedó colgado de la cola en pleno vuelo.
El instructor de Alan comenzó a darle instrucciones: cómo quitarse el paracaídas enredado, cómo abrir el de repuesto, cómo aterrizar. Y siguiendo las instrucciones del profesor, y recordando las lecciones aprendidas en ocho horas de aprendizaje, el joven pudo salir de su amarradura y aterrizar sano y salvo.
¡Qué importante es saber cómo seguir las instrucciones del maestro! Es la única salvedad en cualquier problema que se presente, ya sea en el aprendizaje del paracaidismo o en el caminar de esta vida.
Son ciertamente muy pocos los que practican el paracaidismo, y sin embargo la vida entera es un gran salto. A diario confrontamos situaciones imprevistas. Cada nada tenemos que tomar decisiones de mayor o menor envergadura, y nos perdemos en el gran mare mágnum de perplejidades y desasosiegos que son parte de esta vida.
¿Qué podemos hacer cuando nuestro paracaídas no funciona, cuando nos estamos cayendo indefensos en forma vertiginosa? ¿Hay alguna solución para el alma confundida?, ¿para la vida en caos? Si no es nuestra paz del alma la que va en quiebra, es nuestra conducta, o nuestros negocios, o nuestro hogar o nuestra vida. Siempre hay algo que no anda bien, y a veces estas son situaciones muy severas. Nos estamos cayendo, y no hay salvación. ¿Qué podemos hacer?
Siempre podemos hacer las dos cosas que hizo Alan Bannerman, el paracaidista de Sydney: pedir sinceramente la ayuda divina, y luego seguir las instrucciones del Maestro.
Hay, para las luchas de la vida, un Dios que está atento a nuestro clamor. Según el salmista, ese «Dios es nuestro amparo y nuestra fortaleza, nuestra ayuda segura en momentos de angustia» (Salmo 46:1). Y es su Hijo Jesucristo, el Maestro divino, quien nos da los pasos a seguir. «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados —nos invita Cristo—, y yo les daré descanso. Carguen con mi yugo y aprendan de mí —nos instruye—, pues yo soy apacible y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su alma. Porque mi yugo es suave —concluye— y mi carga es liviana» (Mateo 11:28-30). Permitamos que Jesucristo sea nuestro Maestro y nuestro socorro.

la vida o la muerte

Era la reunión del domingo por la noche en una iglesia cristiana evangélica. Después que cantaron, el pastor se dirigió a la congregación y presentó al orador invitado. Se trataba de uno de sus amigos de la infancia, ya entrado en años. Mientras todos lo seguían con la mirada, el anciano ocupó el púlpito y comenzó a contar esta historia:
«Un hombre junto con su hijo y un amigo de su hijo estaban navegando en un velero a lo largo de la costa del Pacífico cuando una tormenta les impidió volver a tierra firme. Las olas se encresparon a tal grado que el padre, a pesar de ser un marinero de experiencia, no pudo mantener a flote la embarcación, y las aguas del océano arrastraron a los tres.»
Al decir esto, el anciano se detuvo un momento y miró fijamente a dos adolescentes que, por primera vez desde que comenzó la reunión, estaban mostrando interés. Y siguió narrando:
«El padre logró agarrar una soga, pero luego tuvo que tomar la decisión más terrible de su vida: escoger a cuál de los dos muchachos tirarle el otro extremo de la soga. Tuvo sólo escasos segundos para decidirse. El padre sabía que su hijo era seguidor de Cristo, y también sabía que el amigo de su hijo no lo era. La agonía de su decisión era mucho mayor que los embates de las olas.
»Miró en dirección a su hijo y le gritó: “¡Te quiero, hijo mío!”, y le tiró la soga al amigo de su hijo. En el tiempo que le tomó halar al amigo hasta el velero volcado en campana, su hijo desapareció bajo los fuertes oleajes en la oscuridad de la noche. Jamás lograron encontrar su cuerpo.»
Los dos adolescentes estaban escuchando con suma atención, atentos a las próximas palabras que pronunciara el orador invitado.
«El padre —continuó el anciano— sabía que su hijo pasaría a la eternidad con Cristo, y no podía soportar el hecho de que el amigo de su hijo no estuviera preparado para encontrarse con Dios. Por eso sacrificó a su hijo. ¡Cuán grande es el amor de Dios que lo impulsó a hacer lo mismo por nosotros!»
Dicho esto, el anciano volvió a sentarse, y hubo un tenso silencio.
Pocos minutos después de concluida la reunión, los dos adolescentes se acercaron al anciano. Uno de ellos le dijo cortésmente:
—Esa fue una historia muy bonita, pero a mí me cuesta trabajo creer que ese padre haya sacrificado la vida de su hijo con la ilusión de que el otro muchacho algún día decidiera seguir a Cristo.
—Tienes toda la razón —le contestó el anciano mientras miraba su Biblia, gastada por el uso.
Y, sonriendo, miró fijamente a los dos jóvenes y les dijo:
—Pero esa historia me ayuda a comprender lo difícil que debió haber sido para Dios entregar a su Hijo por mí. A mí también me costaría trabajo creerlo¼ si no fuera porque el amigo de ese hijo era yo.
tomado de:
www.conciencia.net