lunes, 16 de mayo de 2011

UNIDOS PARA QUE CREAN

“Para que todos sean uno; como tú oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste”
(Jua_17:21).

En Su oración como Sumo Sacerdote, nuestro Señor pidió dos veces que Su pueblo fuera uno (vv. 21-23). Esta oración por la unidad ha sido aprovechada como apoyo bíblico por el movimiento ecuménico: una gran unión organizada de todas las iglesias cristianas profesantes. Desafortunadamente, para lograr esta unidad ecuménica ha sido necesario abandonar o reinterpretar las doctrinas cristianas fundamentales. Como Malcolm Muggeridge escribió: “Una de las más grandes ironías de nuestro tiempo es que el ecumenismo haya triunfado sin que haya en él nada que sea realmente ecuménico; es muy probable que los diversos cuerpos religiosos encuentren fácil reunirse ahí porque al creer poco, difieren poco”.
¿Es por esta clase de unidad que el Señor Jesús oró en Juan 17? Creemos que no. él dijo que la unidad que tenía en mente resultaría en que el mundo creyese que Dios les había enviado. Es muy cuestionable que cualquier federación hecha por hombres sea capaz de producir este resultado.

El Señor definió esta unidad en estos términos: “como tú, oh Padre en mí y yo en ti, que también ellos sean unos en nosotros”. También dijo: “yo en ellos, y tu en mí, para que sean perfectos en unidad”. ¿Qué clase de unidad poseen el Padre y el Hijo que nosotros podemos compartir también? No se refería a Su deidad ya que ésta no la podremos compartir. Me permito sugerir que el Señor Jesús se refería a una unidad basada en una semejanza moral común. Oraba para que los creyentes pudieran ser uno, no en organización, sino exhibiendo a la vista del mundo el carácter de Dios y de Cristo. Esto significa vidas de justicia, santidad, gracia, amor, pureza, paciencia, dominio propio, humildad, gozo y generosidad. Ronald Sider sugiere en su libro Cristianos Ricos en una Era de Hambre que la unidad por la que Cristo oró se manifestó cuando los primeros cristianos compartían libremente entre sí todo lo que necesitaban. Tenían un verdadero espíritu de koinonía o comunidad. “La oración de Jesús en la que pedía que la unidad de Sus seguidores fuera tan sorprendente que convenciera al mundo de que el Padre lo había enviado fue contestada: ¡al menos una vez! Esto sucedió en la iglesia de Jerusalén. La incomparable calidad de vida como comunidad le dio poder a la predicación apostólica” (ver Hch 2:45-47; Hch_4:32-35).

Si en nuestros días resurgiera una unidad con estas características, impresionaríamos al mundo profundamente. Si los cristianos presentaran un testimonio unido en el que irradiara la vida del Señor Jesús, los inconversos serían convencidos de su pecaminosidad y tendrían sed del agua de vida. La tragedia que hoy presenciamos es que muchos cristianos difícilmente se distinguen de sus vecinos mundanos. Bajo tales circunstancias, hay poco aliciente para que los inconversos se conviertan.